Recientemente he estrenado paternidad (bueno, no tan recientemente, hay que ver cómo pasa el tiempo) y tengo que decir que estoy disfrutando al máximo de la misma. Porque mi niño es el más guapo, el más listo y el más cariñoso. Es lo que me dice todo el mundo. Y al final he terminado por creérmelo.
Yo siempre había criticado a la gente que dice que su pueblo
o que su hijo era el mejor de todos. En el primer caso,
porque esta afirmación suele hacerla gente que no está viajada, que no conoce
más que su pueblo y, claro, les falta criterio. Además, se da el caso de que
“mi pueblo” sí que es el más bonito del mundo y, claro, la comparación ofende.
Porque yo soy un orgulloso parisino y, a ver, ¿quién se atreve a dudar de que
París es la ciudad más hermosa del mundo? Pues eso. Y en cuanto a mi niño, ¿qué puedo decir? Que me
ciega la pasión. Pero es que es tan simpático, tan agradecido…
Además es un provocador. Cuando le saco de paseo va llamando
la atención de todo el mundo, señalándoles, diciéndole cosas y lanzándoles sonrisas.
Como si fuera George Clooney en la alfombra roja del Festival de Cannes. Y, claro, algunas veces alguna chica le contesta “¡Pero qué
guapo!” lo cual me llena de orgullo (y satisfacción). Más que si me lo hubieran
dicho a mí mismo.
Tanto llama la
atención que le conocen todas las profesoras de la escuela infantil (le adoran)
e incluso los padres de otros niños. Y,
de rebote, también me conocen a mí. Porque esa es otra: he perdido mi
identidad. Por lo menos en la escuela infantil, he pasado a ser el “papá de
Hugo”. Pero no me importa. Es más, estoy orgulloso de ello. Ahora entiendo mejor
la tradición árabe de nombrar a alguien, cuando nace su primer hijo varón, como
“Padre de…”. En árabe, "Abu...". Así que ahora soy “Abu Hugo”.
Tal vez por todo esto últimamente me paso el tiempo canturreando
una antigua canción de José María Cano que, parafraseándola un poco, dice así:
Y ahora tengo un novio que mide 83
Y no quiero más que qué me abrace y jugar con él